viernes, 25 de septiembre de 2015

El jefe de estación

   
      Hacía mucho tiempo que no llegaban viajeros a la estación del olvidado pueblo leonés. El jefe de estación dormitaba sobre el periódico de no importa qué día todas las tardes, esperando que Adelina llegase a limpiar un edificio que nadie se molestaba en reparar, ya ni aparecía en los presupuestos generales de la compañía, dedicada ahora a los trenes de alta velocidad, demasiado ocupada para reparar en las necesidades de un lugar en el que solamente dos veces al día para un regional.
     Raimundo recordaba otras épocas, aquellas en las que al pueblo le rodeaban viñedos que en setiembre, escondidos debajo de los grandes cestos de miembre, se llenaban de temporeros, y el pueblo se contagiaba de la alegría de las canciones que acompañaban siempre a la vendimia.  Entonces estaba Reme en casa cuando venía a la estación por las mañanas, sus hijos aún no se habían ido a la ciudad a estudiar y por las noches la luz de la cocina le marcaba el camino cuando doblaba la esquna de la Calle Mayor, ese lugar en el que Reme preparaba las sopas de ajo que cenaban todas las noches.
     Ahora el camino se lo recuerda Bobi, el perro que trajo su nieto al pueblo cuando marchó a Valladolid a estudiar una caarrera de esas nuevas cuyo nombre no recuerda siquiera. A veces prepara las sopas de ajo, con un pan que ya no es como el de antes. Se lo lleva el panadero dos días a la semana a la estación, y también le deja los periódicos atrasados que le guardan en el bar de su pueblo para Raimundo. Así la vida del jefe de estación transcurre con unos día de retraso, porque en la televisión no ve las noticias, sigue con dificultad la trama de las películas que antes entretenían su noche, vencido por el sueño en ese sillón cada vez más cerca de la estufa catalítica a medida que se acerca el invierno.
     A las 11 suena el teléfono que le regalaron sus hijos en el cumpleaños. Antes de cogerlo sabe que es Sandra, su hija pequeña para recordarle que no se retire muy tarde a dormir y que apague la estufa. Pedro y Ana, sus hijos mayores, le llaman los domingos e insisten siempre en que coja el tren y vaya a verlos a la ciudad para pasar el día con ellos. Una vez al mes cede y abandona el pueblo, pero cada vez le cuesta más adaptarse al ajetreo de esa ciudad que será de provincias pero a él le desborda. Vuelve en el tren con una bolsa llena de tuppers de guisos para toda la semana y el recuerdo de las risas compartidas llenando todos sus silencios futurosque comienzan en el vagón.
     Cuando se acerca a la vieja estación ve a Bobi brincando de alegría en el andén, y se pregunta como los demás domingos si ha pasado el día esperándolo desde que se despidió de él por la mañana. La sonrisa asoma  sus labios porque conoce la respuesta. Saca del bolsillo una galleta anticipano la alegría del animal que suma a las risas que trae de la ciudad, canturrea la canción que bailó con Reme el día que la conoció, como han pasado tantos años olvida parte de la letra. "Cuando me llame Sandra le pediré que me envíe la canción al móvil".
      Arranca las hojas del calendario al llegar a casa, guarda los tuppers en la nevera y espera, como el resto de las noches, la llamada de su hija mientras en la televisión reponen por tercera vez una película. "A ver si hoy no me duermo antes de llegar al final", se dice Raimundo mientras acaricia a Bobi, que rebusca en el bolsillo por si aparece otra galleta..
 
 
 
 
 

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